por Juan Guahán
Cuando todavía el Covid-19 anda haciendo estragos, no son pocos los que advierten sobre el riesgo de la aparición o reaparición de algún otro coronavirus.
La mayoría de las miradas apuntan a la “gripe porcina”, denominada SIV, de la cual la cepa más conocida es la A H1N1 y que anduvo por Argentina y sus alrededores -asociada con la gripe humana- hace unos 10 años atrás. Se trata de una descendencia de la “gripe española” que produjo millones de muertos hacia los años 1918/19.
Los riesgos derivan del hecho, según lo planteado por varios infectólogos, de la interacción de humanos con animales hacinados y en situación de estrés. Esos componentes agravan los peligros de que se produzcan algunas modificaciones en el virus y éste pueda infectar a humanos y se inicie un proceso de trasmisión, semejante al del Covid-19.
En las redes sociales circuló una denuncia que reunió miles de firmas en pocas horas: ¿Qué fue lo que motivó tanto revuelo? Los rumores se abrieron paso tras un comunicado oficial de la Cancillería, emanado el 6 de julio. Fue una comunicación firmada por el Ministro de Comercio de la República Popular China y Felipe Solá, el canciller argentino.
Allí se anuncia una “asociación estratégica” y una “inversión mixta entre las empresas chinas y argentinas” a los fines de producir carne porcina. Se trata de un plan que a realizarse entre 4 a 8 años y que -por un monto de 27 mil millones de dólares- permitiría “producir 9 millones de toneladas de carne porcina”, lo que le daría a China “absoluta seguridad de abastecimiento”
Para llegar a esos niveles de producción de carne, Argentina debería pasar de criar unos 6/7 millones de cerdos por año hasta llegar a los 100 millones.
Asegurar las inversiones y aumentar la producción no está mal. El problema es que los chinos ya han experimentado un modelo productivo para estos fines en territorio propio que terminó en un fiasco. Tuvieron que matar entre 180 y 250 millones de cerdos para evitar la propagación de un virus, la Peste Porcina Africana, lo cual determinó una caída entre 20 y 50% de la producción de ese tipo de carne.
El modelo utilizado para el desarrollo de esos animales era de “granjas industriales”, una factoría de cerdos criados en pequeños cubículos. El estrés producido por ese encierro y la lucha por liberarse hizo que se les arrancaran los colmillos y se les corte la cola para evitar o reducir las lesiones que se producían entre ellos o intentando morder los hierros de sus encierros.
La denuncia de esta perspectiva a través de un documento publicado bajo el título de “No queremos transformarnos en una factoría de cerdos para China, ni en una fábrica de nuevas pandemias” recogió rápidamente miles de firmas. Ello motivó una aclaración de la Cancillería en el sentido que el Convenio sigue en debate y no tiene fecha de aprobación.
Según los denunciantes se trata de otro “agronegocio suicida”, que sería la continuación del Programa Pura Soja, que introdujo la soja transgénica. Allí intervino el mismo Felipe Solá, durante el gobierno de Carlos Menem en 1996, para que el país se transformara en los grandes proveedores de alimentos para los cerdos chinos mediante nuestros cultivos de soja, apoyados en agrotóxicos y semillas genéticamente modificadas.
Los efectos de la expansión de ese cultivo son harto conocidos y abundan las denuncias y hasta intervenciones judiciales para ponerle límites a los mismos. Ahora se propone profundizar ese modelo productivo en contra de la naturaleza y las personas.
Otros modelos
Ese es el modelo chino, pero hay otros modelos que no habría que tener la vergüenza, ni el miedo de sostenerlos y la valentía de ejecutarlos. De eso trata un nuevo modelo productivo.
Es posible pensar en la producción porcina sin necesidad de ser farmaco-dependientes. Se lo puede hacer, reuniendo un grupo de familias, en granjas integrales -que se podrían organizar bajo formas de autogestión- con unas 250 madres cada una que estén en cadena con quienes produzcan semillas (maíz y soja orgánicos) y residuos de aceiteras (pellet de girasol) o fábricas lácteas (sueros).
Se podría completar ese ciclo con producciones de carnes y embutidos elaborados en pequeños frigoríficos locales. Con ello podríamos multiplicar las posibilidades alimenticias y las fuentes de trabajo. La incorporación de biodigestores, de probada eficacia, permitiría aprovechar los excrementos para la producción de energía utilizable en esas granjas integrales.
Así se podría integrar esa alimentación con el libre pastoreo. Los millones de hectáreas de tierra disponibles en nuestro país permitirían hacerlo. De lo que se trata es indagar la racionalidad y el sentido ético que descansa detrás de cada proyecto.
¿Se quiere producir de un modo sano, nutritivo y sustentable carne porcina para alimento humano y trabajo para miles y miles de productores o vamos a torturar animales y correr riesgos sanitarios para servir a la avaricia y mayor ganancia de las grandes transnacionales?
Fuente: Estrategia.la