La crisis de 2001 en Argentina definió mi generación y mi convicción de que la política es la única salida

La crisis de 2001 en Argentina definió mi generación y mi convicción de que la política es la única salida

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Por Estefanía Pozzo

Las imágenes en la televisión lucían como el apocalipsis: miles de personas se manifestaban en las calles de la capital del país; la Policía reprimía con palos, gases lacrimógenos y balas de plomo; había muertos; nadie podía sacar su dinero del banco porque el Ministro de Economía había limitado las operaciones financieras; se registraban saqueos en supermercados de todo el país; la mitad de la población era pobre y una de cada cinco personas no tenían trabajo. Era diciembre de 2001, vivía en Argentina y, unos días antes del estallido, había cumplido 18 años. Ahora tengo 38 y, aunque pasaron 20 años, el colapso todavía es un recuerdo doloroso.

La perplejidad frente a la tragedia y el caos de esos días no era mía únicamente. Era imposible abstraerse, porque ese tiempo era una zona difusa en la que lo individual y lo colectivo estaban unidos. Nada de lo que le pasara a las más de 30 millones de personas que vivían en Argentina en ese momento era a título personal, porque la desazón era una sensación masiva. Este mismo razonamiento fue el que le sirvió, también, a una parte de la población para resignificar el poder de lo colectivo: la política era la causa y también la solución a los problemas.

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La caída de Argentina fue un proceso largo. Durante la década de 1990, el neoliberalismo económico implementado por el presidente Carlos Menem había mostrado algunos resultados beneficiosos (como eliminar la inflación en dos años) a costa de la apertura total de la economía. Esto provocó la destrucción de la matriz productiva y una fuerte caída de los niveles de empleo. Durante las dos presidencias de Menem el desempleo creció 7.5 puntos (aunque llegó a un récord de destrucción de 11 puntos en 1996) y el trabajo informal, otros nueve puntos. Mientras el poder adquisitivo del salario crecía para algunos, a otros les faltaba casi todo. Para agravar la situación, el modelo económico incluyó un aumento sostenido de la deuda externa, que se duplicó entre 1990 y 1999. Con esos números asumió la presidencia Fernando De la Rúa en 1999 y, en lugar de revertir la crítica situación, la empeoró.

En 2001 se produjo un quiebre entre la sociedad y la política. La imagen del presidente De la Rúa huyendo de Casa Rosada en helicóptero 40 minutos después de presentar su renuncia (mientras a metros de allí la Policía reprimía las protestas) es el ejemplo cabal de la desconexión. En lugar de servir para resolver los problemas, la política había profundizado los viejos y creado nuevos. Y ahí estábamos los chicos y chicas crecidos en la abulia de la década, cuando la televisión nos enseñaba el cinismo de que nada cambiaría las cosas, que nada valía la pena porque todo el sistema estaba podrido. Si fuera una remera, 2001 tendría escrito “que se vayan todos”.

En mi casa, la crisis del país se había alojado en el cuerpo de mi padre. El estrés de esos años, el desempleo, las noches de cenar café con leche con sándwich de fiambre barato, la dificultad para llegar a fin de mes: todo se transformó en una factura para su salud. Después llegó 2001 con el colapso total y mi casa no fue la excepción. Todo fue aportando a reventar el aguante de un cuerpo que, a mis ojos, había sido diseñado para aguantarlo todo. Pero no fue la única persona a la que las sucesivas crisis le minaron la salud. Un ejemplo interesante lo brindan las estadísticas oficiales, que muestran que entre 2000 y 2002 la cantidad de fallecimientos por insuficiencia cardíaca aumentó 11%.

En esos meses fatídicos de 2001, todo se mostró como inevitable: recortar salarios, pedir más deuda, apropiarse de los depósitos bancarios, imponer el estado de sitio, reprimir, renunciar. Según De la Rúa no había otra opción. ¿Cómo creer, entonces, que el sistema político podría resolvernos algo?

Una imagen de 2001 abre una puerta. En la foto se ve a un joven de bigotes con una expresión de rechazo en su rostro, mientras es subido a la fuerza a un patrullero de la Policía por agentes vestidos de civil. Si fuera en blanco y negro, esa fotografía podría ser la representación de una detención clandestina durante la última dictadura genocida. La comparación no es azarosa: el detenido de 2001 es Eduardo “Wado” de Pedro, de 25 años, que en 1978 había sido secuestrado cuando tenía casi dos años en un “procedimiento” en el que los militares asesinaron a su madre. El trauma de la década de 1970 le dejó a De Pedro una tartamudez que no impidió que se dedicara a la política. Poco más de 40 años después de su secuestro, y a 20 años de 2001, De Pedro es hoy el Ministro del Interior.

En las antípodas ideológicas, el colapso también empujó al expresidente conservador Mauricio Macri a incursionar en la política. Gran parte de las personas que conforman su espacio político también comenzaron su militancia en los albores de la crisis.

A pesar de las muertes a manos de la represión, la tragedia social, el hambre y la crisis, podemos ver a 2001 con un prisma optimista: la política es la mejor herramienta que tenemos para solucionar los problemas, aun cuando las personas hagan imperfecto el sistema institucional. En momentos donde nada parece tener sentido, la construcción colectiva de una salida común tiene mucho más para ofrecernos que el autoritarismo. A 20 años de 2001, la conclusión es que, cueste lo que cueste, la política es la única salida.

Fuente: https://www.washingtonpost.com/


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